Tuesday, September 19, 2006


ADORABLE Y VENERABLE EUCARISTÍA Y MARIA MAGDALENA

Sus muchos pecados le son perdonados, porque mucho amó... Tu fe te ha salvado, vete en paz!
~ Lucas vii, 47; 50.

“Jesús, en esa hora de penuria, en esa última hora de Su vida... eligió sus palabras luego de gran reflexión y cuidado al ordenar e instituir el más venerable de Sus Sacramentos. Estas palabras de Jesús son Sus últimas palabras, Su testamento y Su voluntad, concebidas con ponderación y el deseo de la mayor claridad. Este es un Sacramento que debe ser observado con gran reverencia y obediencia hasta el fin del mundo. Jesús sabe que los ojos de todos los Cristianos, hasta el Último Día, estarán fijos en Sus labios en aquella noche.” ~ Formula de Concordia, Decl. Sólida, vii. 44.

“La piedra de tropiezo de la Presencia Real nunca debe ser removida por hacer del Cuerpo y Sangre de Cristo algo diferente al verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo. El sabotaje contra los medios lingüísticos de expresión no puede ser utilizado para evadir la energía del discurso bíblico. Por lo tanto, sigue siendo un hecho que la glorificación de Jesús no es la sustracción de Su naturaleza humana. Un Dios con rostro humano gobierna el mundo: en el centro de la existencia tiene Su Trono un hombre con cuerpo y miembros como los nuestros. Este Dios-Hombre hace el milagro de que Su Cuerpo y Sangre estén escondidos y presentes en las humildes especies del Sacramento del Altar.” Rev. Dr. Tom Hardt, ‘El Sacramento del Altar.’

1. Mis hermanos y hermanas, no hablaremos hoy aquí de los banquetes suntuosos de Belsasar o de Asuero, ni deseo evocar vuestro espanto con las sangrientas orgías de Herodes, o el esquileo de Bala-Hasor (2 Sam 13,) cuando mueren, respectivamente, el precursor y Amigo del Esposo, Juan Bautista, y el desdichado hijo de David. Reflexionaremos hoy sobre un banquete más sobrio que la mesa habitual de la viuda de Sarepta, y más angélico que aquel que tuvo lugar bajo el encinar de Mamré, junto a la tienda de Abraham – banquete del que es anfitrión el Señor Cristo, y convidados todos los hombres, especialmente los escogidos. Se sirve allí un alimento que agrada a todo paladar, y un maná que contiene todos los sabores: leche, (y no una narcótica, para la muerte, como la que sirvió Jael a Sísara el incircunciso, Jueces 4;) y miel, no como aquella que causaba terrores al pueblo por el juramento de Saúl: leche, y miel, en una palabra, mil veces más exquisita que esa que se refiere en las Escrituras, aludiendo al fruto precioso del Salvador, prometido a los santos de Dios en tiempos del Antiguo Testamento por figuras y profecías.

2. Tenemos aquí dos mesas, mis amigos; y hasta aquí solamente me he referido a una; pues cerca de la Mesa venerable del Santo y divino Sacramento, y como preparación para él, como antesala del sagrado Cenáculo donde el Señor consagra en presencia de los Apóstoles para darse como alimento a los hombres, nuestra fe advierte otra, no menos venerable, y también instituida por Cristo: antes de llegar al Santísimo Sacramento colocado entre las manos de Jesús, que a la vez se ha ido al Padre y permanece con nosotros, se encuentra el dulce tribunal de la Absolución, representado en la Palabra de Dios por otra mesa, allá en Bethanya, en casa de Simón el Leproso; pues, como el mismo Señor lo dice, no son los sanos sino los enfermos a quienes ha venido a buscar y a sanar.

3. Cerca de esa mesa vemos a María Magdalena, buscando con denuedo y mansedumbre su salud: y en una y otra mesa se extasiaban los convidados, aunque de distinta manera y diverso sentido. En ambas, manifiesta el anfitrión palabras de inexpresable amor e infinita grandeza, sin duda abreviadas en estos términos: creed, amad; amad mucho, para ser perdonados, y también mucho amáis por haber sido perdonados vuestros pecados, pues ahora sabéis el precio que por ellos se pagó, nada menos que la sangre de Dios; creed asimismo mucho, es decir, con fe salvadora y ferviente, la que obra por el amor, para ser salvos en el perdón y, (y así nos lo dice el Divino Maestro,) para cuando como sello de ese perdón y como señal de las glorias que vienen, Me entregue a vosotros en el adorable y venerable Sacramento de mi amor.

4. Pecadores perdonados y santificados por la pasión, muerte y resurrección de Cristo, Magdalena es el mejor retrato de nosotros mismos, si es que somos de aquellos que amamos mucho para recibir siempre el perdón, de fe a la fe; y mucho amamos al comprender la espantosa carga que se ha quitado de nosotros, y la misericordia de aquel que nos ha llamado a la vida sin ningún derecho u obra de nuestra parte. En estos días de blasfemia y traición, ahora que el Anticristo reina desde su sinagoga y el mundo se ahoga en las miasmas del pecado y la decadencia, qué apropiado resulta que la iglesia de Cristo doble sus rodillas ante el más grande de los misterios con los que fue honrada desde aquella noche de la Última Cena. El venerable y adorable Sacramento es el mayor de los misterios de nuestra fe, y la obra más maravillosa del amor de Dios. Del texto del Evangelio comprendemos cómo María Magdalena se nos propone como el mejor y más sublime ejemplo de estas virtudes, la fe y el amor, --virtus en Latín significa poder, y aquí poder del Espíritu, -- llamándonos a rendir completamente nuestro corazón al Señor Jesús, en ese mismo misterio.

5. Oremos: Amado Cristo, ven a nuestros corazones y nuestra inteligencia a la vez, y con un sólo acto de tu pura voluntad, oh Cordero Eternamente Inmolado para nuestro bien y nuestro consuelo en la paz y gozo en la vida perdurable; purifica mis labios, Padre, como el del hijo de Amós, e inflama nuestros pechos como el de tu amado Evangelista, Juan el teólogo, quien se recostó sobre ti en los momentos sublimes y solemnes de la institución del santísimo Sacramento; trátanos, al menos, como a María Magdalena, la pecadora, con ese afecto, confianza y bondad que reclama nuestra condición mortal, como pecadores engendrados en iniquidad y nacidos en pecado; y esto lo rogamos en tu Nombre al Padre celestial, quien contigo y el Espíritu Santo reina por siempre, un solo Dios verdadero, por los siglos de los siglos, Amén.

6. Dije hace unos minutos que el Sacramento del Altar es por excelencia el misterio de nuestra fe. Y efectivamente, ¿No es, acaso, hermanos, un misterio de la fe el de la Pasión y Muerte del Hombre Dios? Pero no es aún el misterio más grande, o el que precise de una mayor suma de fe: porque en Jerusalén, en el Calvario, y en la Cruz, parece, de alguna manera, que el Señor no se despojó enteramente de Su divinidad, que no la ocultó, ni la anonadó por completo a los ojos de los hombres, en tanto refulgen en Sus tormentos Su omnipotencia y Su autoridad, acaso más que nunca en aquel Su ministerio en la tierra, derribando a Sus perseguidores con el sonido de Su voz, sanando a Malco, confundiendo a Sus jueces y acusadores con la sabiduría divina de Sus respuestas, estampando Su rostro en el lienzo de la Verónica, según narra la tradición, salvando al malhechor clavado a Su diestra, trastornando, en fin, la naturaleza y todos los elementos, haciendo que el Centurión le reconociera como Hijo de Dios y las turbas pávidas bajaran la empinada cuesta del Gólgota golpeándose el pecho con angustia. Y al mismo tiempo que Su deidad relumbraba en la Pasión y en la Muerte, también se veía, se tocaba, se percibía en toda su dimensión la humanidad sagrada del Señor Jesús; y tenemos allí Su divinidad corriendo el velo, a intervalos, y Su humanidad, sin pausa, manifestadas; y así se yergue el Hijo de Dios ante nuestra fe, viviendo una vida mortal, como la nuestra, sufriendo nuestros dolores y nuestras miserias, menos el pecado; sí, así se predica el Evangelio de salvación por la Cruz de Cristo, objeto de la fe como misterio inescrutable para la carne y el mundo.

7. Pero en la Santa Cena de Cristo, nuestros ojos de hombres y mujeres no ven ni a Dios, ni tampoco al Hombre; si confesamos que las especies consagradas son el cuerpo y la sangre de Cristo Dios, objeto de veneración y adoración, es solamente la fe la que ha de enseñárnoslo. Si además debo confesar al Hombre que murió por mis pecados y los vuestros, será también la fe, don celeste, la que ha de darme esa certeza infalible. Así se cumple en el Sacramento del Altar la poderosa profecía del hijo de Amós, ‘Verdaderamente Tú eres un Dios escondido.’ Y se llama así, justamente, el Sacramento del Altar, pues allí se presenta a la fe de los Cristianos el Cordero de Dios, sacrificado y herido. El amor de Cristo por nosotros es indivisible de la verdad de Su sacrificio hasta la muerte; y ese sacrificio que está en el Sacramento ofreciéndonos el perdón de los pecados exige, asimismo, el sacrificio de la razón carnal; lo que es un himno de gloria para los santos del Altísimo es un golpe en el rostro para la sabiduría ignorante del racionalista, del filósofo y su inteligencia terrena, del incrédulo y su enfermedad mortal. Y se hacen propias aquí las palabras del Cristo resucitado a María Magdalena en el Huerto: Noli me tangere, ‘No me toques, aún no he subido a Mi Padre,’ como diciendo, No me toques, pues tú misma aún no has subido al Padre, no es todavía el tiempo de que me revele a ti sin oscuridades, ni accidentes, cara a cara: inteligencia humana, deja de razonar, arrodíllate, cree, y adora en silencio.

8. La incredulidad, que es madre del pecado, quiere ver para creer; la fe cree, y todo lo espera, con fiducia cordis, la fe del corazón, confiando en el Verbo, en la Palabra. Cuando en el Credo decimos, ‘Creo en la comunión de los santos, la santa iglesia cristiana,’ estamos diciendo que creemos en ella, y por lo tanto no esperamos verla o tocarla, pues uno no necesita creer en lo que ve o toca. Esto prueba que, esencialmente, la iglesia no es una entidad externa, a la manera de las instituciones del mundo, sino una realidad sobrenatural que fluye, con agua y sangre, del costado del Salvador, quien fue muerto, y resucitó al tercer día. La iglesia de Cristo está allí donde la pila bautismal está pura; donde además se predica la Palabra en rectitud y se administra el santísimo Sacramento, y todo ello según la voluntad e institución de Cristo; ahora bien, esta iglesia no es algo fantasmal, no es un ente ideal o platónico; y sin embargo está escondida a los ojos de la carne y del mundo, como oculto a la carne está el Ministerio de la Palabra y los Sacramentos y sus Ministros, que a los ojos impíos no son sino unos pobres hombres soñadores. --- María Magdalena cuya fe, tal vez, había sido vulnerada por la muerte del Señor, escuchó: Subo ahora a Mi Padre, a Mi Dios, y vuestro Dios; y oyendo, su fe fue de una vez para siempre confirmada en este Dios Hombre, muerto en la Cruz por nuestros pecados, y resucitado para nuestra salvación; y así corrió y entró a los Apóstoles, gritando: ¡He visto al Señor! Y asimismo Juan, quien marchó al sepulcro vació, e ingresando en él, vio y creyó, ¿qué creyó? En la Palabra que Él les había dicho, que era necesario que el Hijo del Hombre fuese entregado en manos de pecadores, y que habría de resucitar al tercer día. No es sino la fe salvadora, la que obra el Espíritu Santo en nosotros abriéndonos los ojos del alma, la que nos permite ver y creer; y en esa misma fe es como adoramos la Presencia Real de Cristo en Su venerable y adorable eucaristía.

9. Esa misma fe fue la que movió a todos, absolutamente a todos los que habían ido al Salvador, buscando salud para las enfermedades y dolencias de sus cuerpos, para las desgracias de la vida, para las pérdidas familiares; aquel Centurión que pidió sanidad para su siervo; la mujer con flujo de sangre; Jairo, que vio la resurrección de su hija; la curación de los leprosos, Bartimeo, abriendo sus ojos a la luz cegadora del Cristo de Dios... Y asimismo los Apóstoles, que le acompañaron a casa de Simón, la sanidad de la suegra de Pedro: y María Magdalena, que había tenido siete demonios, y encontró la salud de su alma antes que Dimas, el ladrón fuese el primer en creer en el Cristo crucificado; antes de la confesión de Pedro, antes de que los Doce fuesen llamados al Oficio de Cristo, recibiendo las llaves para atar y desatar. Magdalena creía con esa fe aún antes que todos ellos: acaso los Fariseos y los Doctores de la Ley, en aquella mesa de Simón, a la que ya mencioné, no blasfemaban contra Cristo, diciendo, ‘¿Quién puede perdonar pecados, sino solamente Dios? – y lo decían con hipocresía, ofendidos al oír la absolución pronunciada por Él sobre la pecadora que, de rodillas, con el rostro vuelto al suelo, se arrepentía de sus pecados aferrándose fervientemente al perdón investido por Dios.

10. La fe salvadora es asimismo la fe del Sacramento. Esta fe confirma la inteligencia para que ella no vacile en su confianza; para que no pregunte con Zwinglio y todos los Sacramentarios, ‘y esto ¿para qué sirve, qué necesidad tenemos de ello?’ En estos tiempos de confusión y apostasía, unos y otros corren a distintas ‘iglesias’ que sustentan, a la vez, diversos errores, sin hacer las preguntas correctas, como por ejemplo, ‘y ustedes, ¿qué doctrinas enseñan? ¿Tienen la doctrina de los Apóstoles? ¿Sostienen la presencia real y substancial de Cristo en la santa comunión?’ Los falsos profetas construyen un galimatías con un ‘Espíritu Santo’ que no es el de la Escritura ni el centro de la revelación, pues el Espíritu Santo de Dios no habla de Sí mismo, más de Cristo, y este crucificado. --- Cualquier otro pecador, de esos que siempre están aprendiendo y nunca llegan al conocimiento de la verdad, habría salido al Divino Maestro en penumbras, en una encrucijada, o escondido entre las multitudes. Pero Magdalena, que era pecadora en la ciudad, según lo ha escrito San Lucas, no se avergüenza de presentarse en la reunión, ante la presencia de los rígidos e inflexibles doctores de la Ley, mientras relumbra entre sus barbas la oscuridad de brasa de los laberintos del Talmud; no se avergüenza de llorar ante una mesa donde se esperaba solamente regocijo; su fe es fuerte, es sana, es fe salvadora, la fe que entrega el alma y la consagra a la Trinidad a fin de comer y beber el cuerpo y la sangre de Cristo en la Mesa del Cordero.

11. La Presencia de Cristo en la venerable y adorable eucaristía nos anuncia y sella en nosotros no sólo la misericordia del perdón, mas ese Su amor que le une a nosotros; Su vida en la nuestra, nuestra vida en Él, uniendo Su sangre a la nuestra; para que en el recuerdo de Su Pasión el Señor aliente en nosotros la vida del sacrificio, aquí, en este valle de lágrimas, bajo la luz melancólica del dolor y la fugacidad; sí, hermanos: para que afirmados en la gracia y por ella alentados y conducidos, podamos todavía sobrevivir la batalla de nuestra existencia, de esta lucha sobre la tierra, como dice Job. Alimentados por Cristo, marchamos con los ojos puestos en la patria celestial: los Cristianos somos peregrinos en el mundo, gente que no tiene aquí morada estable ni habitación segura. ¿Es esta vuestra convicción? El hecho innegable de que vivimos en una sociedad degenerada, rodeados por una generación incrédula y pervertida, ¿nos fortalece, acrecienta nuestro testimonio, nos dispone a la renunciación, como sucedió con nuestros iguales en la fe durante las persecuciones de los romanos, en la estaca de otros siglos, en las matanzas que se silencian, ejecutadas por la Bestia púrpura del totalitarismo ateo? ¿Arde entre nosotros la ansiedad por el pronto retorno del Señor a juzgar a los vivos y a los muertos? ¿Vivimos como si esto pudiese suceder esta noche, ahora mismo?

12. Los Cristianos del tiempo del fin deben recobrar el conocimiento del verdadero Amor, del Ágape Cristiano. ‘Habiéndolos amado, los amó hasta el fin,’ dice el Apóstol Juan. ¿Alguien comprende esto cabalmente? ¿Se entiende aquí que Dios iba a darse a la muerte, y a la más infame y sin esperanza, por aquellos que ‘le odiaron sin causa’? Sólo así puede uno atreverse a pronunciar aquellas palabras, menoscabadas ahora por las culebras religiosas del marketing que adorna de fístulas los labios de los falsos profetas, ‘Dios Es Amor.’ Es amor, porque habiéndonos amado, nos amó hasta el fin. El Cristiano se educa y se enrola en esta escuela sublime; si no es así, su experiencia no es más que un engaño. El que ama sólo piensa en el objeto amado; gusta consagrarse y rodearse solamente de aquello que le habla y le recuerda al ser amado; y no puede soportar Su ausencia; y sólo anhela verle, hablar con Él, formar con Él una sola inteligencia, una misma voluntad, un solo corazón. Me despido para siempre de mi patria, dice Ruth a Noemí, dejo a mi pueblo y mi familia, sin tí nada es importante en este mundo; contigo, todo será soportable y suave, tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios. Profecía de los pueblos que vinieron a la comunión de los santos, estas palabras admirables pueden ser escuchadas además de labios del Divino Maestro, que a todo renunció para vivir y morir, y unirse a nosotros; este es ese mismo ágape, ese amor que no termina, del Sacramento del Altar; habiendo amado a los Suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin; Su Pasión y Muerte en el tiempo, la eucaristía en la eternidad, participándonos del amor de Dios, no sólo en su infinitud, mas en su difusión entre nosotros, carne de Su carne, hueso de Su hueso, miembros de un mismo cuerpo y convidados a una misma mesa, y nutridos por un mismo sustento: Que sean una misma cosa, como lo somos nosotros, Padre mío, estas palabras de Cristo el Señor, y no otras, son la más adecuada acción de gracias al terminar el maravilloso agasajo.

13. La fe salvadora y el amor de Magdalena la acompañan nítidamente desde la casa de Simón hasta el Calvario, y hasta el mismo sepulcro; sin espanto, sin temores, desafiando los peligros y la muerte. Y si observamos por un instante el Huerto de José de Arimatea podremos contemplarla otra vez honrada por la gracia, que hizo de ella la muy amada hija de Dios. Traspasada su alma, escuchamos el grito, Señor, han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto, dice ella al Divino Maestro, a quien de momento no reconoce, en tanto Él le pregunta por qué las lágrimas. Con vehemencia ella responde, ‘Señor, si tú lo has quitado, dímelo, y yo le llevaré.’ Nada la arredra, nada la detiene; la fe, que obra por el amor, la conduce, dándole el hacer y el querer hacerlo; y allí la vemos; ella, que pasó por el Gólgota y por la sepultura, que volvió a Él cuando aún matizaban el cielo los carmesíes del sol poniente, al finalizar el Sábado, ella, que está ahora dispuesta a robar su cuerpo, a esconderlo, a defenderlo de todos Sus enemigos y las profanaciones. Este amor no fue destruido por la muerte; no retrocedió ante el peligro, no fue disuelto por la adversidad ni la soledad; es ese mismo amor con el cual recibimos a Cristo en el sacramento, donde viene enmascarado como aquel hortelano divino que resucitado y glorioso hablaba con Maria en medio del Huerto, ese jardín que es Su iglesia, la comunión de los santos, su lugar de residencia hasta el fin del mundo, donde aparecerá por Segunda Vez tal como se fue a los cielos, a juzgar la tierra.

14. Dice Pablo que sin fe es imposible agradar a Dios (Hebreos 11.6,) y es por ello que en la iniquidad de los últimos días los pueblos, sus sociedades y las personas están recibiendo el furor de la Ira de Dios; mas no se arrepienten, y como el Faraón, como Juliano el Apóstata, levantan el puño contra el Santuario en los cielos, blasfeman del nombre de Dios y el de Su Cristo, ahogando el mundo con su demencia atea y las obras abominables de las tinieblas que producen, corrompiendo y asesinando a los niños y a los jóvenes, adorando el Mal y a su príncipe, en tanto niegan a Cristo y Su sangre preciosa, rechazando Su doctrina y su magisterio. Sin fe, el amor se extingue, los lazos familiares y de amistad se diluyen, desaparecen las virtudes, no hay nobleza ni heroísmo, y una grosería y bajeza extremas lo sofocan todo por todas partes, en tanto el aire queda ensordecido por el tumulto de los tres espíritus inmundos, que croan como ranas. Sin amor, se niega el sacrificio; y el amor Cristiano, no puede existir sin sacrificio, sin la Cruz. --- En esta hora tenebrosa, callo, y llamo vuestra atención hacia el Sacramento del Altar, al Cordero de Dios, uno que fue inmolado. Se requiere para esta última hora un mismo espíritu y un mismo fervor que el de los mártires y confesores de la iglesia apostólica. Hermanos, si no entregan sus corazones, si no se rinden por completo ante el Señor Cristo y le consagran sus vidas hasta la muerte, no prevalecerán. Postrémonos como María Magdalena en la casa de Simón, y con los rostros vueltos a tierra roguemos por el perdón de nuestros pecados: estemos atentos a la absolución, vengamos a la comunión y caigamos de rodillas; aquí, ante la misma gloria que relumbrara en el Propiciatorio, y en nuestros hogares, en el lugar secreto donde oramos y rogamos al Padre. Orad, y velad, ha dicho el Señor. Es preciso arrodillarse y orar, pues la hora llega en que ya nadie alrededor podrá sostenerse en pie. Quiera el Señor humillarnos y enseñarnos Sus verdades. En el Nombre de Jesu
+ Cristo. Amén.

Bendiga el Señor Su Palabra en nuestros corazones, por los méritos de Cristo. Amén. Y amén.


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Sanguis Iesu Christi, Filii ejus, emundat nos ab omni peccato. I Ioh. 1.7